AYUDA EN MEDIO DE LA NADA

El Padre Donato Jiménez cuenta siempre con agradecimiento
el caso que le ocurrió a él y a su hermano gemelo, ambos agustinos
recoletos, en su viaje de regreso a Lima desde las alturas de 3,000
m. de Huaraz, en el Perú, en julio de 1990. Escribe textualmente:
“Pasada la laguna de Conococha, íbamos iniciando el descenso por
la interminable carretera, cuando se nos fue echando una niebla tan
espesa que nos era imposible marchar ni siquiera a la mínima
velocidad. Estábamos prácticamente envueltos en una masa blanca
y tupida que no sabíamos por donde íbamos. Jamás he visto niebla
tan densa. No podíamos ver la orilla ni menos el precipicio... Se
acercaba la noche y no podíamos avanzar. Debíamos quedarnos en
el coche hasta la mañana siguiente con la esperanza de que la
niebla desapareciese. Avanzar o quedar aparcados al filo de la
carretera, era temerario. Además, estaba el miedo a ser asaltados o
muertos por terroristas, que causaban entonces una sicosis general.
 Pasaron largos ratos sin hablar, rezando, particularmente, a
nuestro ángel de la guarda con todo el fervor de que éramos
capaces. La situación la percibimos como muy grave. No sabíamos
qué hacer. Ese día no habíamos visto a nadie por la carretera
desde que salimos. De pronto, un coche nos da alcance con cierta
rapidez y se pone delante de nosotros como a tres metros, y
despacio, muy despacio, como adivinando nuestra situación, trata
de darnos algo de reflejo con los pilotos traseros y, a obligado paso
lento, va como tirando de nosotros. No sabíamos de qué se trataba.
A lentísimo paso, fuimos avanzando por varias horas hasta
acercarnos a Pativilca, sobre la costa, donde ya no había niebla. Allí
se detuvo el coche, que había sido nuestro ángel.
 No podíamos creerlo. Llorando de emoción y agradecimiento,
nos abrazamos a un señor taxista, se llamaba José, buen
conocedor del trayecto, que desde Huaraz venía a Lima y, al 45
vernos, se dijo: Éstos no son de aquí y no conocen la carretera.
Iba con sus pasajeros y, naturalmente, con ansia de llegar pronto a
Lima. Pero él y los pasajeros tuvieron el gesto, la virtud y el gozo de
una obra buena. Esto lo hizo nuestro ángel de la guarda y así lo
reconocimos y lo agradeceremos siempre. En la homilía del
domingo comentamos este hecho para agradecer con toda la
asamblea al buen taxista y a nuestro siempre fiel ángel guardián.
La deuda es decírselo a todos en gozosa y pública acción de
gracias”

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